Sin pretensiones eruditas, como declara el propio autor, Hipólito Escolar ha rubricado sus anteriores Historia del libro español e Historia universal del libro con el colofón de La biblioteca de Alejandría. El motivo ha sido tanto estético como científico: de una parte, el gusto personal, que denota la opinión indiscutible de que la biblioteca, cuna del «concepto del libro escrito actual», contribuyó de forma ancilar al desarrollo de la cultura, y de otra, la pretensión de esclarecer algunas «noticias vagas y generalmente equivocadas» que la tradición y los comentaristas han vertido sobre el lugar.
El estudio de Escolar –que ha aparecido cuando en Alejandría han dado fin a la «reconstrucción» de una biblioteca de ciclópeas dimensiones que trata de recuperar la enorme importancia de la construcción helenística– es, en realidad, un acercamiento general a la época y a las circunstancias sociopolíticas y culturales bajo las que nació la institución.
Para delimitar estas condiciones, Escolar emprende en casi la mitad del libro un recorrido histórico que se centra en el «Helenismo» tras la muerte de Alejandro Magno y la desmembración de su imperio, en la «Fundación de Alejandría» y su conversión en capital económica y cultural del mundo griego, y en la sucesión dinástica de «El reino griego de los Tolomeos». Un contexto que sirve para clarificar que la biblioteca surgió como producto (entre otros) de la importancia que los gobernantes helenísticos concedieron a la cultura como forma de poder intelectual.
Tras estos largos preliminares, Hipólito Escolar se sumerge en la dilucidación de esas oscuras y tópicas noticias sobre la biblioteca. Así pues, determina la función y el momento de la fundación del museo, en sentido etimológico un espacio dedicado a las musas como garantes de la inspiración poética. Este «recinto de las musas» era una especie de centro de investigación que albergaba a estudiosos y a poetas representantes de la nueva poesía, como Calímaco y Teócrito, que eran pagados por el Estado para dedicarse a la investigación científica y filológica, tarea esta última que supuso el nacimiento sensu stricto de la disciplina. Fueron los habitantes de esta «torre de marfil», como los define Pfeiffer, los encargados de filtrar las grandes obras con el establecimiento del famoso canon, de fijar los textos y de analizar sus cualidades.
Ante los testimonios conservados que vacilan en adjudicar la creación del Museo a Tolomeo I Sóter o a su hijo Tolomeo II Filadelfo, Escolar, como Pfeiffer y Vleeschauwer, se decanta por el padre, aportando como argumento principal «que a él se debe la creación de la biblioteca, que tuvo que ser simultánea o posterior a la del museo» (pág. 86).
Como espacio anexo y de apoyo al museo, Tolomeo I construyó la biblioteca, un taller o escritorio para la copia de libros, casi exclusivamente en lengua griega, que era dirigido por un bibliotecario: grandes nombres como Apolonio de Rodas, Eratóstenes, Aristófanes de Bizancio o Aristarco velaron por el trabajo de la institución. Sobre su fundación, pocas y tardías son las informaciones que se conservan, quizás, apunta Escolar, porque no poseyó un edificio propio y específico. Exageradas son, por otra parte, las noticias sobre el número de volúmenes en rollos de papiro que custodió. Escolar reduce el cómputo a 50.000 ejemplares reales. Más confuso, anecdótico y con tufo de invención ad loc. es el final catastrófico atribuido por Séneca y Plutarco a la ya de por sí mitificada Biblioteca y que la leyenda posterior magnificó: un incendio durante el ataque del general egipcio Aquila contra César acabaría reduciendo a cenizas y pavesas gran parte de su colección libresca, cuando simplemente –aclara Escolar– lo quemado pudiera reducirse a unos rollos que estaban almacenados en el puerto.
El libro no persigue otro fin, por tanto, que el de ser un instrumento de divulgación sobre el tema, de ahí su evidente intención expositiva que en ocasiones se torna demasiado sintética. Aun así, constituye un medio eficaz para instruir y deleitar a los lectores en la tan intrincada «Galaxia de Alejandría», como este incansable erudito del libro, jugando con la expresión «Galaxia de Gutenberg», gusta en llamar a la biblioteca.